El profe de inglés, Johny y la vida
A las cinco y media de la tarde, como casi todos los días, se sube a un G con rumbo a su trabajo, en el Prado. A lo largo del recorrido, el ómnibus, que al principio venía bastante vacío, se va llenando. Para cuando llega a la parada de Rondeau y Uruguay, todos los asientos están ocupados y el pasillo, desde el puesto del guarda hasta el fondo, se ha llenado de gente.
El hombre va absorto, mirando por la ventanilla. Hasta que, dos o tres paradas más allá, una voz que viene de la parte delantera de la unidad del transporte público le llama la atención. Aunque no alcanza a verlo, porque ha quedado oculto tras varios cuerpos, se da cuenta de que se trata de un artista callejero que ha subido a cantar. “Gente, disculpen, yo sé que a esta hora lo que ustedes quieren es volver tranquilos a casa, pero les voy a dejar un tema de mi autoría… Antes, quiero darles las gracias al conductor y al guarda que me permitieron compartir mi arte… Y contarles que tengo diecinueve años y durante dos años trabajé como profesor de inglés en una escuela primaria. Tengo mucho que agradecerles a los niños, con los cuales aprendí cosas increíbles. Pero en un momento me di cuenta que esa no era la vida que yo quería para mí, que mi vocación verdadera era hacer canciones y compartirlas, hoy con una o dos personas, mañana con otras tres o cuatro…”, dice mientras el vehículo pasa por otra parada, suben dos o tres viajeros más y él debe darles paso contorsionándose un poco, abrazado a su guitarra. En tanto, la gente empieza a mirarlo un tanto extrañada, casi apremiándolo para que se ponga a cantar de una vez. Cuando por fin lo hace, todos, el hombre incluido, perciben que tiene buena voz, que entona y que su letra (“si bien se le podría cambiar alguna que otra palabra”, se dice el hombre para sus adentros) es bella y encierra un mensaje para sus coetáneos. Al terminar, hay aplausos tan unánimes como sinceros. Asomándose por entre el amontonamiento que obstruye el pasillo, el cantor, que resulta tener unos brillantes ojos claros y una barba todavía rala, agradece.
En su puesto, el hombre calcula que el otro va a pasar la gorra y se va a bajar. Pero el pibe lo descoloca de nuevo: “Si me lo piden, canto otra”. En el aire, queda flotando un silencio incómodo. Hasta que, desde atrás del hombre, surge, claro y fuerte, un: “¡Otra!”. El cantante, impermeable al posible significado del mutismo de la mayoría, le pregunta al pasajero: “¿Cómo te llamás?” “Johny”, responde la voz que pidió la segunda. “Bueno, si me lo piden dos personas más, además de Johny, canto otra”, sostiene el cantautor, y empieza a consultar a los de su alrededor: “A ver, ¿usted?… ¿Y usted?”. Los interpelados, sorprendidos, asienten en un tono casi inaudible. Entonces, el jovenzuelo vuelve a dejar atónito a todo el mundo: “Esta canción tiene su historia. La hice para mi mamá, cuando murió mi abuela. Yo quería mucho a mi abuela. Ella me cuidaba cuando mi madre tenía que trabajar, y hacía las mejores milanesas del mundo. ¡Como todas las abuelas! Cuando se fue, mi vieja quedó muy bajoneada y yo quería darle ánimo, pero no soy de hablar mucho, así que le dije lo que quería con un esta canción”, explica, y se larga a cantar. Se trata de una letra trabajada, como la anterior, y el estribillo dice: “¡La vida puede más!”. En el transcurso de su interpretación, el músico ambulante le da otra vuelta de tuerca a su presentación: “¡A ver si se animan a acompañarme en el estribillo!”, invita. Nadie le sigue la corriente. Vuelve a intentarlo. Nada. “¡Bueno, no importa, yo sé que todos hubiesen querido cantar conmigo y hago de cuenta que lo están haciendo!”, no se desanima él y sigue con su tema. Al terminar, por encima de los aplausos, se siente un grito: “¡Bien, profe!”. Es Johny. En tanto, merced al arte del trovador, todo el pasaje parece haber cambiado de estado de ánimo; el cansancio y las preocupaciones cotidianas han quedado en un segundo plano y en el interior del ómnibus se respira una atmósfera de bonhomía compartida (al menos eso es lo que le parece al hombre). En medio de ese microclima, hay más aplausos y, desde la parte trasera hacia adelante, se forma una cadena para pasarle las monedas al artista.
Antes de apearse, el muchachito vuelve a agradecer y, un segundo antes de echar pie a tierra, desde el último escalón, lanza un: “¡Que tengan una buena vida!”, a manera de despedida. “No una tarde, ni una jornada, ¡una vida! ¡Hermosa y exagerada juventud!”, se admira el hombre para sí.
Cuando, a la altura de Bulevar Artigas, por fin se baja, le parece que, a pesar de que la tarde invernal agoniza entre arreboles, tiene una luz especial que lo llena de alegría.
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