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¿Seguiremos aceptando el clientelismo?

¿Seguiremos aceptando el clientelismo?
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La situación que sucedió en la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande encendió nuevamente la alarma sobre determinadas prácticas políticas. La realidad demuestra que lo ocurrido no es una excepción y se utiliza en muchos organismos públicos e intendencias. El nombrar a candidatos frustrados o militantes es una constante que todos los partidos realizaron y lo siguen haciendo. ¿No es hora de lograr un acuerdo inter partidario para frenar esto? ¿No consideran que el amiguismo o nepotismo desprestigia a la actividad política? ¿Hay que implantar el concurso para todos los cargos? ¿Cuántos son los cargos de confianza política realmente necesarios? ¿No se debe exigir idoneidad para nombrar en un cargo? ¿Qué se debe hacer?

Ni trampolín ni freno por Andrés Scavarelli

En este tema me comprenden las generales de la Ley por cuánto Alberto, mi padre, desde antes de la apertura democrática, ha estado siempre dentro de las primeras filas de la política nacional.
Dicho esto, siempre he tenido la convicción de qué lo esencial ante cualquier responsabilidad está conformado por las cualidades personales y no las familiares, políticas o de cualquier otra naturaleza.
Las funciones deben estar condicionadas a la idoneidad, a la capacidad y a la vocación, aquello de qué el funcionario existe para la función y no la función para el funcionario.
Cualquier función pública debe ser ejercida por quién sea idóneo, capaz y tenga vocación, no puede ser un premio consuelo y quién así lo vea no debería aspirar a función alguna.
En cuanto a lo del principio, el vínculo familiar, el apellido o la sangre no pueden ser un trampolín, pero tampoco un freno. Hay derechos vinculados a la participación política y al ejercicio de la ciudadanía en la base de esto pero qué por razones de extensión solamente puedo mencionar su existencia.
La realidad, rica en ejemplos, nos muestra a menudo en la historia, en lo cotidiano también, casos de jerarcas y funcionarios muy dignos con y sin historia política familiar. Esa realidad también coloca en evidencia a aquellos qué con vínculos, pero también sin ellos, mucho mal le hacen a la función pública, a la política y a la sociedad.
Es decir, lo relevante no es la herencia sino la capacidad, la idoneidad y la vocación.
El apellido, la proximidad o la sangre no pueden jamás generar una ventaja, pero tampoco un impedimento.
El desprestigio siempre va a ser generado por la ineptitud de quién se trate.
La vinculación, sea de la naturaleza qué fuere, puede darle una mayor trascendencia pública, pero difícilmente pueda ser un razonable motivo de queja aquel qué hace bien la tarea encomendada.
Lo esencial es qué estén quiénes deben estar, quienes tienen la capacidad de hacer, quienes tienen el conocimiento para ser, y la vocación de hacer, frente a esto, el vínculo, o al menos así lo creo yo, es lo de menos.

Con el clientelismo, ¿se terminó el recreo? Por Oscar Licandro
Una de las grandes fortalezas de la democracia uruguaya fue la forma como empezaron a funcionar los dos partidos fundacionales a inicios del siglo XX. A diferencia de los elitistas partidos latinoamericanos, el Partido Colorado y el Partido Nacional tejieron una amplia red de dirigentes intermedios, entre cuyas funciones destacaba el mediar entre los ciudadanos y el gobierno. Cualquier ciudadano común tenía la posibilidad de acceder a un dirigente para plantear sus problemas o presentar sus quejas. Comparto aquí una historia familiar que lo ilustra. En 1944 mi abuelo, Antonio Licandro, quedó indignado por un incidente que vivió mi padre con una profesora en el liceo de la ciudad de Tacuarembó. Mi abuelo entendió que la conducta de la profesora ofendió su honor y el de su familia. En busca de una reparación, se dirigió por carta al director del liceo. Ante su falta de respuesta, mi abuelo (militante batllista) consultó a un dirigente batllista (de nombre Manuel Rodríguez Correa), quien a su vez lo remitió a otro dirigente, seguramente ubicado más arriba en la jerarquía partidaria. En su carta a este dirigente (de nombre José Antonio Quadros), mi abuelo le decía: “Me permito molestarlo por un asunto enojoso que me ha ocurrido, y como quiero que se haga justicia, acudo a la influencia de su limpia trayectoria política…”. Finalmente, mi abuelo logró llegar con su demanda ante el Director de Consejo de Enseñanza Secundaria.
Con el tiempo esa función social derivó en clientelismo. Se volvió normal que los ciudadanos se acercaran a sus dirigentes políticos para pedirles un empleo en el Estado, gestionar una jubilación y hasta para conseguir una línea telefónica. Aquel positivo rol mediador derivó en mecanismo de compra de votos, colocación de camaradas partidarios en cargos públicos, y hasta para favorecer a familiares y amigos. Los clubes políticos dejaron de ser centros cívicos de formación ciudadana, para convertirse en gestorías de trámites y favores políticos, al tiempo que el ciudadano se convertía en un cliente para ganar elecciones. Todos jugaban el juego con normalidad: ciudadanos y políticos. Así llegamos a los albores de la dictadura. Los líderes militares cuestionaron a la “clase política” denunciando, entre otras cosas, esa práctica clientelar. Con soberbia mesiánica se auto-proclamaron salvadores morales del país. Pero luego, durante los once años y pico de dictadura militar, los uruguayos fuimos testigos de cómo los liderados por Cristi, Vadora y el Goyo Álvarez, acomodaban en el Estado a familiares y amigos. Era un clientelismo diferente, porque ellos se aseguraron de que no les resultara necesario comprar votos.
Con la recuperación de la democracia el clientelismo continuó, aunque a menor escala, porque el Estado uruguayo post-dictadura ya no disponía de los recursos de la Suiza de América. Pero, por ese entonces emergió una patología mayor, que es una profundización del clientelismo: la corrupción. Antes de la dictadura, los dirigentes políticos utilizaban los recursos del Estado para obtener votos, pero ahora empezaron a surgir dirigentes políticos que utilizan esos recursos para el beneficio económico personal. Me viene a la memoria otra anécdota. Entre 1990 y 1991 trabajé en Equipos Consultores realizando estudios de mercado. Un día fui a reunirme con jerarcas de una empresa para iniciar una investigación de mercados. Ante mi asombro, entre los directores de esa empresa se encontraba el ex ministro colorado que les había vendido el enorme edificio histórico donde se instalaría la infraestructura de la empresa.
La eliminación de las prácticas inmorales en la política (entre ellas, el clientelismo) fue una de las banderas más importantes que levantaron los fundadores del Frente Amplio en 1971. Entre 1985 y 2004 el FA fue protagonista, denunciando diversos hechos de clientelismo y corrupción. Pero al igual que los militares, el FA no fue inmune a estas enfermedades. Al principio operó la coherencia con el discurso, como cuando Tabaré Vázquez destituyó a un integrante de su equipo de gobierno en la Intendencia de Montevideo por un manejo opaco con cheques (que seguramente fue tan solo una desprolijidad). Pero, en el período siguiente explotó el primer caso conocido de corrupción en un gobierno del FA. Su protagonista fue el secretario del intendente. Y acá viene a colación otra experiencia de un integrante de mi familia. El General Víctor Licandro, hermano de mi abuelo Antonio y fundador del FA, renunció al comité de ética del FA porque no pudo lograr que se sancionara al protagonista del hecho de corrupción. Creo que ese día el FA perdió su virginidad, y dio un claro mensaje a esos chantas y corruptos que hay en todos los partidos políticos: “muchachos, acá también se puede”. ¿Cuántos militantes del FA mejoraron su situación económica personal, acomodándose u operando en un Estado que el FA agrandó todo lo que pudo? Me viene a la mente el affaire de Envidrio.
Vayamos al evento de la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande. Se destapó el tarro y el jerarca se defendió. De ahí en más, crónica de una muerte anunciada en el gobierno de Lacalle Pou: el presidente primero le creyó (como hace cualquier persona con aquellos en quienes depositó su confianza), pero cuando se informó adecuadamente, le pidió la renuncia. Hacer renunciar a los que incurren en desprolijidades, clientelismo o corrupción es marca registrada de Lacalle Pou. Y aquí viene a colación el affaire que protagonizó el nuevo partido, cuya consiga era “se terminó el recreo”. El caso es bastante conocido. La esposa del general líder del partido, en su cargo de ministra, otorgó en forma arbitraria viviendas a militantes de su partido. En este mundo tan comunicado, y con una oposición que pone la lupa en todo, la maniobra salió rápidamente a la luz. Así que, la ministra para la casa y el general amenazando con dinamitar la coalición de gobierno.
En el caso de Salto Grande, al contrario de lo que ha ocurrido siempre (o casi siempre), los propios compañeros de partido salieron a cuestionar al infractor. De ellos, el que lo hizo de modo más gráfico fue el senador Botana: “Se cree Papá Noel”. Cuando saltaron las mentiras y abusos de poder de Sendic, el FA lo defendió en bloque, Vázquez dijo que le hacían bulling y Topolansky juró haber visto el título que no existía (¿tuvo una epifanía?). En los juzgados andan en la vuelta varios casos que involucran a dirigentes del FA (otorgar frecuencias de radio a compañero del partido, atención gratuita en el hospital policial para las esposas y parejas de autoridades del Ministerio del Interior frentista, etc.), al tiempo que los militantes colocados por Cosse en la Intendencia de Montevideo son muchísimos más que los siete de Albisu. Sobre esto: gran silencio, apoyo y explicaciones bizarras entre la dirigencia frentista. Y credulidad ciega y religiosa entre sus votantes. Al igual que los militares, el mesianismo moral del FA se fue por la alcantarilla.
A la pregunta del título, la respuesta es: con Lacalle Pou se terminó el recreo. Pero, ¿y después de Lacalle Pou?

Para zafar del lodazal por Celsa Puente
“El poder envilece” me dice suelta y segura una amiga en una conversación mantenida durante el fin de semana a propósito del escándalo de cargos asignados por amiguismo y “fraternidad” política en la Comisión Técnico Mixta de Salto Grande. Hay cierta resignación también en sus palabras sobre la universalidad de la aseveración. Me habla del poder más allá del color del partido o de alguna otra circunstancia y pienso inexorablemente en el daño que gestos de este tipo le hacen a la democracia.
Cuando circulamos con atención entre los y las uruguayas, con oído atento y disponibilidad, descubrimos que hay una porción importante de compatriotas embebidos de una gran incredulidad sobre el sistema político y sus actores. Suelen ser personas trabajadoras que tienen la percepción de que nada cambiará aun cuando cambie el partido de gobierno, pues ven en la política un reducto de distribución de favores. Noticias como la que hoy nos convoca a la reflexión, no hacen más que abonar en este sentido: nepotismo, cargos creados, designaciones directas, beneficios específicos que premian la fidelidad y defensa del líder de turno. Me pregunto cómo dar vuelta este sentimiento por el residuo tan negativo que deja en relación a la vulneración de la democracia. Y también me interrogo sobre la necesaria diferencia que debe establecerse entre un jerarca que necesita a su lado asesores de confianza formados en áreas específicas sobre las que deberá tomar decisiones y este favoritismo sin condiciones profesionales que lo justifiquen. Me preocupa que como dice el dicho “a rio revuelto, ganancia de pescador”, se interfiera el discurso público generando confusión entre la asignación de cargos de confianza que los jerarcas necesitan a su lado en tanto la idoneidad de quien accede a los lugares es probada, y estos beneficios arbitrarios que se otorgan a personas que no tienen credenciales pero que si parecen tener codicia.
Volviendo al caso: ¿se arregla con una renuncia? En este sentido, la renuncia de Carlos Albisu, ¿es suficiente cuando en realidad parece producirse para que no se investigue nada? ¿Qué pasará con esas personas – por lo que se ha trasmitido en prensa son varias decenas de militantes nacionalistas y colorados- que han sido asignadas en forma directa a esos cargos? ¿También renunciarán o permanecerán pegaditos a esos sillones salvadores con los que la autoridad de turno ha pagado la dedicación y fidelidad de los tiempos de campaña?
Es necesario superar esta idea de la política como un feudo y recuperar la ética y la responsabilidad pública con respecto al cargo que se ejerce. Recuperar la política y zafar de la politiquería. Lo necesitamos porque el futuro reclama ética y transparencia. Nuestra tradición democrática exige respeto a las instituciones, no solo discursos enunciativos como últimamente escuchan en forma permanente. Lo necesitamos para no sentir que estamos viviendo en un lodazal que terminará ahogándonos.

BOTÍN DE GUERRA por Gonzalo Pérez del Castillo

Sin lugar a dudas el manejo que se ha hecho de los fondos públicos en la Comisión Técnica Mixta (CTM) de Salto Grande constituye un ejemplo vergonzoso. Uno más, que confirma cómo se despilfarran lo recursos que aportan los contribuyentes en el Uruguay. No es un caso único, ni el peor. Similar receta de gestión política se aplica en muchas reparticiones del Estado.

Los cargos públicos en nuestro país se interpretan como una parte del botín de guerra que otorga la victoria electoral. Es el premio que recibe el político que ha tenido éxito en las urnas. Corresponde al partido victorioso el privilegio de repartir los cargos entre sus militantes.

Aclaremos: asumir cargos de representatividad y responsabilidad corresponde legítimamente a aquellos que la ciudadanía ha electo para esas funciones, como ser los representantes nacionales o departamentales. También son legítimos nombramientos políticos aquellos que justamente corresponden al Presidente de la República (ministros, vice-ministros, directores generales, presidentes de entes públicos etc.). Lamentablemente los vencedores no se detienen ahí. Se llega a nombrar por confianza política hasta a los más modestos cargos de la administración.

El exagerado manejo político de los recursos de los contribuyentes que está instalado en la cultura de la democracia uruguaya genera funestas consecuencias de las que mencionaré sólo tres.

La primera es que una persona joven con sincera vocación de servicio público que ha ganado un puesto por mérito, muy pronto llega a la conclusión que si no se afilia a un partido político y acierta en la elección de un “padrino” o “madrina” la probabilidad de tener una exitosa carrera profesional o técnica en la administración pública es reducida.

La segunda es que quien no desea tener un patronazgo político verá su trabajo interferido por funcionarios menos capacitados y menos dedicados, pero mejor acomodados. Tendrá que recorrer toda su carrera recibiendo órdenes de jefes incapaces, cuando no desinteresados o deshonestos.

En tercer lugar, el manejo abusivo de los dineros de los contribuyentes motiva, cuando no justifica, continuas reivindicaciones de los sindicatos de trabajadores públicos. Estos llegan a plantear reclamos absurdos a plena conciencia de que los jerarcas de turno no opondrán mayor resistencia porque quien vive bajo techo de cristal no tira piedras.

La lista de consecuencias negativas podría seguir. Es válido escandalizarse por el caso de la CTM y por otros anteriores, pero de nada sirve si solo levanta una cortina de humo para evitar enfrentar un mal endémico de nuestra apreciada democracia.

Es cierto que la democracia uruguaya funciona y se afirma sobre la estabilidad de nuestros partidos políticos. La pregunta es: ¿No habrá forma más decente de hacer funcionar el conjunto? ¿No deberíamos contar, como los países anglosajones, con un servicio civil profesional, permanente y técnicamente sólido que pueda velar por los intereses del país y asesorar profesionalmente al gobierno de turno?

Algunas tímidas propuestas de mi conocimiento que han intentado abordar este problema han sido desechadas airadamente y casi por unanimidad. Parecería haber un consenso de que a la victoria corresponde un botín para malgastar. El costo que paga el país es incalculable.

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