Todas las selvas la selva
Algunas convicciones del hombre se han transformado en leitmotiv de su existencia. Tanto han arraigado en su interior que ya forman parte de su “estar en el mundo”. Una de ellas se relaciona con el universo de la memoria y, con frecuencia, le parece comprobar su veracidad a través de su propia experiencia vital. Podría enunciarse como sigue. “La geografía del recuerdo no responde a las leyes de la física clásica. Tiene sorprendentes atajos que, sin solución de continuidad, llevan a puntos tan distantes en el espacio y el tiempo que parecería imposible que estuviesen conectados entre sí”.
Desde hace un par de años, casi a diario, de camino a la escuela de su hijo, pasa frente al herrumbrado portón metálico que da entrada a uno de los pocos terrenos baldíos que todavía quedan en la zona de Montevideo donde vive. Hasta el momento en que sucedió el acontecimiento, cada vez que llegaba ante el lugar, sentía la tentación de asomarse por el hueco que dejaba en la parte superior del portón una chapa ausente. Así, un día cualquiera, luego de dejar al niño en su centro de estudio, de regreso a su casa por la misma ruta, justo al llegar al sitio, cayó en la cuenta de que la cuadra estaba totalmente vacía. Era su oportunidad, se dijo. Se detuvo, se puso en puntas de pie y, a través del hueco, se asomó al interior.
Por la inclinación del sol a esa hora, al hacerlo, venido de lo alto, un rayo de luz le dio de lleno en los ojos. Un tanto encandilado, alcanzó a ver, estiradas hacia él, las ramas de unos tártagos que crecían en el baldío. Entonces, ocurrió. En ese mismo instante, se halló a sí mismo, en la ciudad de Mercedes de los últimos años de la década del sesenta y los primeros de la del setenta, a horcajadas sobre el muro de ladrillos que separaba el fondo de la casa de su abuela del de don Rechoppa. Sucedía que, en aquella época pretérita, el vecino tenía un tanto abandonado su fondo. Producto de lo cual, allí habían crecido un montón de tártagos, esos raros arbustos de hojas parecidas a manos monstruosas y frutos llenos de pinchitos; enredaderas de campanitas azules; y, al acecho, entre otras malezas, las ponzoñosas y traicioneras ortigas. Corrían otros tiempos. Y, sobre todo a la hora de la siesta, los niños escapaban al control de los adultos, se trepaban a los paredones y saltaban a los patios traseros de las casas de los vecinos para robar frutas o simplemente entregarse a los juegos propios de su edad. Así las cosas, sus primos y él habían tomado el de don Rechoppa como su territorio de aventuras preferido; ya que, por la exuberante flora que allí crecía, a sus infantiles ojos, cobraba la dimensión de una verdadera jungla; tan así era que lo bautizaron como “la selva”. Para ellos, en aquel maravilloso “bosque tropical” tanto podía tener lugar una batalla contra una tribu de caníbales, como una lucha cuerpo a cuerpo con leones o tigres, como una expedición en busca de un tesoro enterrado por un sanguinario capitán pirata… Pues, según lo admitían sin dudarlo un instante sus febriles mentes de niños –influenciadas por las lecturas del Sandokan, las revistas de Tarzán o El libro de la selva y no pocas películas vistas en las matinés del cine Rex–, milagrosamente, en los pocos metros cuadrados del fondo de don Rechoppa cabían, en una sola y diminuta selva, la de ellos, todas las selvas del mundo.
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