Un amor de hierro
Vivían en puertas contiguas del pasillo de una casa de apartamentos, por la zona de la Aduana. Desde muy niños sintieron una bella e irresistible atracción mutua. En aquel entonces, solían jugar a que él era el príncipe azul que la rescataba de la torre donde la tenía secuestrada un ogro malvado. Cuando sus mamás los llamaban y cada uno regresaba a su hogar, en la cabeza de él, la fábula del juego continuaba. Fueron muchas las noches en las que soñó un final como el de los cuentos que le gustaba leer: “…se casaron y fueron felices para siempre”.
Mas, cuando ella apenas mostraba los primeros cambios que anunciaban una adolescencia espléndida, sus padres decidieron emigrar y se la llevaron, algunos afirman que a Europa, otros que quizá fue a Australia o tal vez a los Estados Unidos. No importa, la cuestión es que los senderos de sus vidas se bifurcaron para siempre y nunca volvieron a saber el uno del otro.
Él se quedó en la Ciudad Vieja. Creció, tuvo novias, mujer e hijos. Sin embargo, jamás olvidó a la dama de su corazón. Las necesidades de la vida lo obligaron a buscar el sustento para su familia. Entró como ayudante en una famosa fundición que, según cuentan, hubo por el lado de Las Bóvedas. Su patrón, un herrero con singulares dotes estéticas, le tomó cariño y le enseñó los secretos del trabajo con los metales.
Una tarde en que, como tantas otras, lo inundaba la nostalgia, se le ocurrió la idea. Puso manos a la obra y contó, forjándola en dos afiligranadas piezas de hierro, la historia de su amor imposible.
Todo esto aconteció hace mucho tiempo. Empero, hoy en día, en algún lugar del casco antiguo de Montevideo, el viandante atento aún puede toparse con ella.
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