Una ventana abierta
Lo que ve a través de ella es un paisaje común. En la parte inferior del mismo, en fuga hacia el horizonte, azoteas, tanques de agua, antenas, la cúpula de una iglesia lejana, algún que otro edificio; en la superior, cielo y más cielo, las nubes, los pájaros de siempre y, en dependencia de la hora y el clima, el sol, la luna o las estrellas.
Antes de la cuarentena, solía asomarse de cuando en cuando. Ahora, empero, se para frente a ella varias veces al día. Es que por allí se evade del encierro. La mecánica de la huida es relativamente sencilla. Hay que dejar vagar la vista sin fijarla en ningún punto y pensar. En alguna calle, a la distancia, está la casa de ese amigo del alma, se aproxima a él en el recuerdo y lo abraza, como hace tan poco; más lejos, dejando atrás la zona poblada, y atravesando campos, lomas y varios ríos y arroyos, viven sus tíos viejos y sus primos, junto a ellos se ve en una rueda de mate, contando antiguas historias de familia… Y así continúa su recorrida por allá afuera. En algunas ocasiones, el viaje es de corto alcance; en otras, atraviesa océanos, montañas, selvas y desiertos hasta tierras lejanas. Pero siempre termina igual, transformándose en un desplazamiento en el tiempo.
Entonces llega al momento en que la humanidad haya recobrado los abrazos, los besos, las charlas en los cafés, los encuentros en los parques, las citas multitudinarias con el arte y el deporte, las plazas llenas de niños, las aulas con sus estudiantes y docentes… y una larga lista de otros pequeños milagros que genera la cercanía entre las personas.
Sus escapadas lo reconfortan. No es poca cosa saber que ese tiempo sin distancias está hoy más próximo que ayer.
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