Yo, que me figuraba el Paraíso

El insecto sobrevolaba la urbe. De pronto, percibió el resplandor de sus farolas lejanas, allá abajo, y se dijo: “Tal vez sea un buen lugar para vivir”. Descendió, las antenas bien estiradas, alerta, para anticipar cualquier peligro. Describió unos giros acrobáticos en el aire junto a una mole que se elevaba, descomunal, sobre el suelo y se metió por un agujero abierto en ella. El animalito, por su condición de tal, no sabía lo que era una ciudad, ni un edificio, ni una ventana, solo se dejó llevar por la atracción irresistible que ejercía sobre él la luz que de allí dentro provenía. Deslumbrado y zumbando, revoloteó en torno a la pequeña estrella que parecía flotar inmóvil en el centro del espacio interior. Después de un momento, se posó para recuperar fuerzas. Dio unos pasos sobre una superficie blanca y rugosa, mientras pensaba: “¡Qué afortunado soy, he llegado al Paraíso!”. Y fue en aquel preciso instante que el golpe despiadado de la chancleta lo aplastó contra la pared.