Cardo de balcón
Las paredes de no pocas casas de Montevideo echan hojas, florecen, fructifican. Sin importar la estación del año que transcurra. Aun en medio de la crudeza del gélido invierno o el agobiante bochorno del verano, esas curiosas formas vegetales que nacen de su arquitectura no se agostan jamás, quizá porque su alimento sea el aire y no la sabia.
La estética que les dio origen, aunque ya cayó en desuso, marcó más de una etapa de la construcción montevideana. Y, a pesar de que para ciertas sensibilidades pueda resultar cuestionable por justificadas razones, al hombre le resulta portadora de un toque de sutil belleza.
En esto algo tiene que ver la naturaleza cuasi etérea de estas especies vegetales, porque a pesar de que sus ejemplares estén hechos de arena, cemento y hierro, a él le gusta imaginar que un céfiro mágico trajo sus semillas –parientas lejanas de las del clavel del aire– para depositarlas en las alturas donde luego se arraigaron. Y, por otro lado, se le hace que su longevidad les insufla el perfume de aquello que mejora al volverse añejo. Tal vez por eso, al admirarlos, lo asalta la certeza de que, de alguna manera, así se asoma a los gustos y sentires de épocas pretéritas.
A la luz de lo cual, no es raro pues que le produzca un singular disfrute el lanzarse a vagar por las calles de su ciudad como si lo hiciese por los senderos de un jardín botánico sui generis que, por añadidura, tiene algo de máquina del tiempo.
En estas errancias, cada tanto, se topa con algún ejemplar particularmente llamativo. Hoy realizó uno de esos hallazgos afortunados. Colgada de un balcón, encontró una curiosa variedad de cardo citadino.
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