Cave canem
Hacia principios del siglo anterior, vivió en nuestra ciudad un metalúrgico escultor, quien, a la manera de los antiguos alquimistas, mezclaba con su arte las ciencias ocultas, el esoterismo y otras rarezas.
Sintiéndose viejo y preocupado por poner a salvo de la codicia ajena los secretos que atesoraba en su taller, se le ocurrió diseñar un mágico picaporte antirrobos. Se trataba de un artilugio capaz de reconocer, al solo contacto de la mano del visitante, sus posibles intenciones aviesas. Si tal fuera el caso, las fieras mitológicas gemelas que remataban ambos extremos de la pieza destrozarían a dentelladas los dedos del indeseable.
Pasó varias jornadas sin dormir, dedicado a fundir aleaciones únicas en su hornillo de atanor, esculpir dos prototipos y someterlos a los misteriosos rituales que les darían su poder. Al fin, agotado, decidió retirarse a su hogar y descansar para, al otro día, colocarlos en la puerta de su lugar de trabajo.
Parece ser que, nada más asomarse a la calle, una ráfaga helada del pampero que soplaba desde el lado del mar le dio, cual estocada, en el pecho. Tosió tres veces y cayó fulminado. Como no tenía familia, al cabo de un tiempo, todas sus pertenencias fueron a remate. Entre ellas, los picaportes, que terminaron instalados en dos casas de la Ciudad Vieja.
Nadie ha podido confirmar si la secreta facultad de aquellos dispositivos se activó alguna vez. Lo único cierto, en todo caso, es que le han aportado un toque de belleza más a Montevideo.
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