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El pensar y el problema de la salud mental por Santiago de Arteaga

El pensar y el problema de la salud mental por Santiago de Arteaga
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Hace poco, Miguel Pastorino escribió en este semanario que “hace falta recuperar una reflexión crítica… que se anime a ir a las raíces de los padecimientos que aquejan al mundo contemporáneo”. Entiendo sus palabras en términos de una búsqueda de causas. En este caso, aquello por lo que nos preguntaríamos sería la “salud mental” desde el punto de vista de sus causas eminentes. Ahora bien, yo quisiera preguntarme por algo que no puede ser causa directa y, sin embargo, puede ser esencial. Mi intención es establecer una relación no-causal entre el problema actual de salud mental y la ausencia ampliada de la actividad de pensar. ¿Por qué digo no-causal? Porque asumir una postura causal implicaría reducir la comprensión a la explicación, a decir “x es efecto de y”, cuando en realidad se trata de comprender que “x emerge con ocasión de y, sin ser producida por y”. Algo decididamente diferente.

Ausencia de la actividad de pensar
La condición de la que hablo es la ausencia de la actividad de pensar. Por supuesto, con esto hay que ser claros: la verdad es que estamos todos seguros de que pensamos. Parece que sólo tener ideas e imágenes mentales, establecer conexiones entre ideas e imágenes, anticipar posibilidades, llegar a conclusiones, razonar deductivamente, anticipar catástrofes existenciales y prácticas, o incluso elegir entre alternativas, parece que eso es pensar. Es más, hay quien diría que pensamos sin parar y que eso es parte del problema. Esto ya lo vio Kierkegaard, ese danés insoportable, cuando se dio cuenta en el siglo 19 de que su tiempo era hiper-reflexivo y que, irónicamente, le faltaba pensar de verdad. Hace uno días estuvimos en el programa “En Perspectiva” hablando precisamente de estos temas y un oyente objetó, con sensatez, que tuviera cuidado porque el pensar excesivo es brutalmente ansiógeno. Tiene toda la razón este oyente, que seguramente pensó más en términos de esa rumiación obsesiva de la que hablan los psicólogos, cuyo hilo de Penélope es interminable. También tenemos las críticas históricas que se han hecho, a modo de ejemplo, desde la Escuela de Frankfurt a la razón instrumental, calculadora, o, desde el psicoanálisis, a la razón neurótica, racionalizadora. No es esto a lo que me refiero cuando digo que quizá no pensamos.
Pascal estaba convencido de que había gran infelicidad para los seres humanos en su incapacidad de quedarse quietos en su habitación, es decir, en su incapacidad para ocuparse y recrearse (no de entretenerse) en el pensar silencioso, eso que, desde Sócrates y Platón, hemos entendido como un diálogo que mantenemos con nosotros mismos. Un diálogo, sin embargo, que no es productivo. El sentido del pensar no es, al menos en primera medida y de forma directa, producir conclusiones ni ideas. En esto solamente repetiré lo que dice H. Arendt. El pensar actualiza la diferencia interior entre yo y mi-mismo, lo que Arendt llama el dos-en-uno, y rompe la unidad acrítica con contenidos cognitivos, prejuicios sin revisar, ideas signadas por la inmediatez, nociones no iluminadas, posturas absolutas y el escándalo de la mirada que es la ideología. Pero la situación en la que queda la mente es lo que Aristóteles llamaba perplejidad y que también podemos caracterizar como intemperie. La persona que piensa se encuentra en estado de intemperie. El pensar es como un viento que barre nuestra inmediatez, aquello que no sometemos a crítica, es decir, que no llegamos a juzgar por nosotros mismos y que forma parte de nuestra forma de ver el mundo y de nuestra mirada interior.
Ahora bien, ¿acaso es necesariamente así? La respuesta está en comprender que el pensar actualiza la facultad de juicio y que juicio se entiende de dos modos: el determinante y el reflexionante. El juicio determinante es el que subsume el particular bajo el universal pre-dado; digamos que el juicio ya tiene a su disposición el concepto, la categoría, y enlaza el particular con ella. ¿Qué sucede, sin embargo, con el reflexionante? Acá la mente no descubre el universal y tiene que ocuparse del particular en sus propios términos. Imagínese este ejemplo sencillo: se encuentra usted con ciertos pensamientos que no sabe si son “normales” o no. Esa categoría, que vaya uno a saber qué significa, de lo “normal”, es lo que le permitiría determinar rápidamente si tiene que preocuparse por sus pensamientos o no. Está el concepto dado y podemos adecuar el problema a él; tenemos ese báculo. ¿Qué pasa cuando no es así, por ejemplo, cuando usted se acuerda de que normal no es solamente algo general, sino que también tiene resabios subjetivos (normal-para-mí)? Evidentemente, ya no es todo tan claro. La reflexión no es fácil de sostener. Esta situación perpleja del espíritu, en que uno no tiene dónde estabilizarse y no sabe a dónde llegará, significa estar sin bastones teóricos, sin saber de qué se trata verdaderamente aquello a lo cual se enfrenta.
El pensar no es una actividad fácil porque requiere sostenerse ahí donde hay una quiebra, donde el juicio no encuentra asiento en ninguna inmediatez; más bien, se trata precisamente de la desidentificación con la inmediatez por la actualización de la diferencia interior, de la distancia. Este poder del pensar no se soporta fácilmente porque implica de suyo un no-saber, un estar sostenido donde no hay conocimiento que nos valide, en el espectro de lo contingente, de la inseguridad y no de la certeza. Estar dispuesto a pensar es asumir que en la espectralidad se da la posibilidad de los mundos. No me cuesta decir que una de las “raíces de los padecimientos que aquejan al mundo contemporáneo” es la imposibilidad de sostenerse en el pensar; esto es, de lo que Arendt llama “volver a casa” y que para el checo Jan Patočka es la acción por la cual el ser humano se ocupa de sí mismo, se obtiene a sí mismo y tiene la posibilidad de transformarse en lo que es. Se trata, por tanto, de la acción del alma sobre el alma.
Quizá el problema central sea que cada vez tenemos menos capacidad para sostener ese diálogo interior que nos permite habilitar, con mentalidad ampliada (Kant), diversos puntos de vista y situarnos en ellos. Después, claro está, uno tiene que volver a unirse interiormente con el juicio: uno llega a una determinación sobre cuál es la postura que tomará. Pero primero hay que entrar en ese modo tan particular de estar en el mundo de la libertad que es el pensar. Si podemos pensar, podemos también juzgar. Y juzgar no tiene nada que ver con eso negativo que hoy en día causa tantas ofensas a sensibilidades de seda. Se trata, más bien, de las determinaciones a las que llega la mente, que no tienen que ser ataques personales ni nada por el estilo. Al final, lo que posibilitan el pensar y la capacidad de juzgar es que pongamos los límites de nuestro mundo, como dice Arendt. Hasta acá sí, esto no lo acepto, con esto estoy de acuerdo, esto no lo sé. Lo que pasa es que no hay mundo que pueda ser verdaderamente propio sin pensar.

El pensar y la salud mental
La fragilidad de la salud mental tiene una condición para emerger, que no es una causa. La falta de pensar no es una causa de la frágil salud mental porque el pensar, que no produce nada, tampoco podría producir salud mental. Entonces, ¿para qué hablar de esto? ¿Por qué habría de interesarle a nuestra sociedad enfocada en la producción y en la consolidación ideológica algo que no puede asegurar resultados? En primer lugar, porque el modelo productivo-causal, no en sentido económico, sino en sentido de pensar las cosas solamente en términos de lo que pueden dar y de los resultados que producen, es parte fundamental del problema. ¿Entonces, cómo podría el pensar tener algún sentido, no utilidad, para pensar la salud mental, que también está signada por la lógica de la producción técnica?
Hay que mover, entonces, la pregunta. Ya no hay que preguntar: ¿cuáles son las causas que niegan y las causas que producen salud mental?, sino ¿en qué condiciones de indeterminación es posible que suceda la salud mental? No es lo mismo, decididamente. Implica situarse desde otra perspectiva. Ahí es donde aparece, en mi opinión, la actividad de pensar. Lo que sí hace el pensar es abrir el espacio para que emerja la capacidad de juicio individual, propio. De pronto, por el efecto liberador del pensar, la apertura inherente a lo humano tiene ocasión de emerger y la persona se mueve en el mundo de la libertad. Y esto, para personas que sufren profundamente, que se deprimen por la auto-explotación, por los excesos del sistema de trabajo, por los órdenes de sensatez que imponen valideces y normas, que padecen ansiedad crónica porque viven en una comprensión del tiempo como mero horizonte de posibilidad del rendimiento, que tienen ataques de pánico por el estrés continuo, que se frustran porque no pueden soportar la alteridad, para los iracundos y los tristes, los que desesperan profundamente por la ausencia de sentido en la vida, los deprimidos que no ven salida. El pensar es, como actividad fundamental de la libertad, ese viento que rompe y abre posibilidades, y la posibilidad es aire en los pulmones para el desesperado. Es un condicionante de indeterminación (no produce nada ni genera estructuras sólidas) que abre el espacio de la libertad y, por tanto, no se entiende en términos de causa. Porque aquí ya no hay causas. Lo que hay es, otra vez, una persona que, situada en su libertad, puede mirar desde fuera, tomar esa distancia interior de la que hablaba Frankl, y considerar cuáles son sus propias, sus auténticas posiciones, y, apropiándoselas, ocuparse ya de la existencia en términos que, si bien situados en un mundo que está lejos de la justicia humanamente deseable, al menos son propios. Esta apropiación de la existencia es, sin duda, fundamental para la salud mental.
Para eso hay que soportar pensar, aunque hay en ello un peligro. Arendt decía que pensar es peligroso en sí mismo: para las ideologías, las ideas imperantes, para la política y los gobiernos, para los discursos imperantes. El problema es que también es peligrosísimo para nosotros mismos, porque nos interpelan las preguntas. Pensar es incómodo, molesto e inconveniente porque su interpelación se vuelve hacia dentro: ¿quién soy? ¿estoy seguro de que lo que creo es verdad? Y en cuanto a una de las cosas que acucian a la salud mental: ¿puedo creerle a mi depresión, a mi ansiedad, incluso a mi dolor? ¿Le doy asentimiento verdadero, profundo y personal a todo aquello que se sostiene debajo de mis estados anímicos, de mis padecimientos, de mis bajos y mis altos? ¿Acaso estoy condenado a cada recoveco de mi personalidad y sus torpezas estructurales, como un demente a su chaleco de fuerza, o hay cierto espacio en que puedo incidir, si es que me ocupo, si es que cuestiono, si es que rompo con la unidad que provee todo aquello sobre lo cual el “viento del pensar” no ha pasado?
A mí, al menos, no me cabe la más mínima duda de que ocuparse de criticar las raíces de nuestro padecimiento psíquico requiere una dilucidación más precisa y amplia de la relación entre el pensar y la salud psicológica, pues no cabe duda de que el pensar, en cuanto actividad fundamental del ser mismo del ser humano, no puede sino guardar una relación íntima con esa dimensión de lo humano que es lo psicológico.

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