Encuentros con Hermes
Fue el pensador Alejandro Michelena quien, hace ya casi dos décadas, le hizo notar su recurrente presencia en la arquitectura montevideana. A partir de entonces, se interesó por la historia de este curioso visitante de su ciudad. La leyó en la versión de Robert Graves, y así se enteró de que había inventado el alfabeto (para él, un hombre de letras, aquello ya era razón suficiente para que le cayera simpático); así como de que tenía una gran capacidad para el engaño y era el dios de los comerciantes, los banqueros, los ladrones (¿acaso no son estas profesiones variantes de un mismo oficio, vinculado más o menos tangencialmente con el arte del embauco?), los adivinos y los heraldos.
También supo que venía de un espacio y un tiempo en que él y sus congéneres –dioses y semidioses– se comunicaban directamente con los hombres. Una Edad de Oro hoy en día olvidada casi por completo. Cuenta la leyenda que en ella aquellos seres sobrenaturales solían tomar apariencia humana y acercarse a la casa de los comunes mortales. Y de allí nació la hospitalidad: había que recibir bien al extranjero que se presentase de visita en el hogar, porque no se sabía si era un hombre o un habitante del Olimpo disfrazado de tal.
Con el transcurrir de los años, fue localizando los sitios de Montevideo donde hace su aparición. De costumbre custodiando una puerta, asomándose desde lo alto de una pared o sosteniendo una luminaria, siempre adornado por alguno de sus atributos o por todos: el caduceo, el calzado y el gorro alados, las serpientes…
Si bien la mayoría de sus representaciones le gustan, tiene algunas preferidas y, cada vez que se detiene ante una de ellas, experimenta un particular placer estético. Este deviene de que las mismas pueden ser vistas como obras de arte independientes (lo que las aleja del simple accesorio decorativo de una vivienda o edificio), razón por la que las ve cual esculturas que embellecen el espacio público. Así las cosas, de cuando en cuando, hace un recorrido por las locaciones donde se hallan. Durante esta suerte de peregrinación pagana, lo invade una sensación tan grata como la que le provoca pasear por las salas de un museo, una galería de arte o un parque dedicado a la estatuaria. Lo que lo ha llevado a tener el convencimiento de que, pese a que ya los dioses de la antigüedad no descienden al universo terrenal, no han perdido su capacidad de producir milagros, aunque más no sea a pequeña escala.
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