La estrella de David
Un paisaje en el que se superponen en diversos planos las azoteas, las antenas, los tendederos, las paredes llenas de ojos rectangulares de los edificios, los tanques de agua, las chimeneas, los desangelados esqueletos de un par de antiguas claraboyas y, a lo lejos, contra el horizonte, los brazos gigantescos de las grúas del puerto elevados al cielo como implorando vaya a saberse qué.
Eso es lo que ve desde su ventana.
Algunos días, el sol derrama su brillo implacable sobre la imagen hasta hacerla reverberar; entonces parece que el heteróclito conjunto levitara, metamorfoseado en el espejismo de una ciudad celestial; otros, aborregadas nubes destilan su gris transmutado en lágrimas de lluvia sobre la urbe, amenazando con hacerla naufragar en un océano de melancolía.
Haya buen tiempo o tempestad, se asoma y se queda largos ratos dejando vagar sus ojos un tanto a la deriva por el panorama. Hasta que, como los antiguos navegantes hallaban el norte, al final, su mirada recala en el mismo punto: la estrella que semeja flotar semioculta entre las construcciones.
Aunque hace varios años que se entrega a este ejercicio con regularidad, recién hoy se le ocurrió preguntarse por qué le genera una alegría tan cierta como difícil de entender.
Lector desde la más tierna infancia, se ha acostumbrado a buscar las respuestas en el mundo de los libros. Tiene una idea y, fiel a sí mismo, corre a buscar el Diccionario de Símbolos, de Juan Luis Cirlot. En la entrada correspondiente al Triángulo, encuentra el siguiente pasaje: “La interpenetración de dos triángulos completos en posiciones distintas (agua y fuego) da lugar a la estrella de seis puntas, llamada sello de Salomón, que simboliza el alma humana”.
Y, a la luz de ese destello significador, intuye, al menos, un principio de explicación.
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