Probablemente, se hartó de lidiar con sus variopintas huestes: las horrendas olas de la tempestad, del tsunami, de la marejada; las indomeñables cohortes de ballenas, tiburones, bacalaos, pejerreyes, calamares, pulpos, lisas, medusas; las tranquilas colonias de anémonas, corales, esponjas; los mansos pececitos del arrecife, las ostras y los caracoles; de estar rodeado de su guardia personal de langostas, cangrejos, jaibas y centollas, con sus pinchudas armaduras y tenazas; de la obligación de saber todo el tiempo qué ocurría tanto en las aguas cristalinas del trópico como en las oscuras fosas abisales… Para él, ser el soberano de semejante imperio debió perder la gracia. Quizá se tratara de que envejeció mal; aunque tal vez algo tuviera que ver también el hastío que provoca el prolongado ejercicio del poder.
Lo único cierto es que un día se mudó a una casona del centro de Montevideo. Quería vivir en un apacible retiro. Empero, al poco tiempo, una comisión de sus vasallos peregrinó desde la cercana Playa del Gas hasta el lugar para implorarle que volviera. No pudo negarse.
Como prueba de su breve estadía en ese sitio, quedó en la puerta una hermosa escultura. Representa su rostro enmarcado por una pareja de delfines y la valva de una almeja.
(Ubicación: Convención 1332)

