Planto por los devoracartas
Vamos quedando pocos de los de mi raza. Los motivos de la catástrofe son bien conocidos. Cuando pienso en ellos –todos los días a toda hora–, los enhebro cual cuentas de un rosario triste. Y me doy explicaciones tan superfluas como inútiles para cambiar la situación.
Que las casas ya no se construyen como antes; que en lugar de para una familia por vivienda, como en el tiempo del que venimos, ahora se levantan edificios que son pequeños pueblos; que los arquitectos solo piensan en ahorrar en materiales; que la nuestra es una estética que pertenece al pasado…
Pero la razón última de nuestra condena es que los humanos han cambiado su forma de establecer comunicación los unos con los otros.
Antes se mandaban cartas casi para todo y con gran frecuencia: los parientes, los amigos, los enamorados, las empresas intercambiaban nuestro alimento y su llegada constante nos mantenía vivos y saludables. Aquella fue nuestra época de oro. Éramos testigos privilegiados de cómo, no pocas veces, los papeles escritos que emergían de los sobres que acabábamos de engullir con deleite llegaban a las manos de quienes los esperaban ansiosos y despertaban en ellos sentimientos que los alegraban, los entristecían, los enfadaban o deprimían.
Luego, cuando aparecieron los aparatos electrónicos para comunicarse, poco a poco nos fueron desplazando y todo aquel tráfico de sobres de distintos tamaños, colores y procedencias decayó hasta cortarse casi por completo; los últimos sobrevivientes de él fueron los de las facturas, pero últimamente, según colijo porque han encontrado la forma de enviarlas a través de esos chismes llamados celulares, también estas escasean cada vez más…
Así las cosas, el fin está próximo, lo sé.
Por eso, caminante que te has detenido frente a mí, mírame bien pues puede ser la última vez que me veas.
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