He leído con detenimiento su columna “La base moral y humana” en diario El País y quisiera ofrecer una reflexión que, espero, contribuya a enriquecer el debate sobre la política de nuestro país y la importancia de la unidad y el compromiso ético que usted destaca. Coincido en gran medida con su mención sobre la necesidad de superar las rivalidades destructivas y enfocar los esfuerzos políticos en el bien común. Sin embargo, su texto deja algunas cuestiones abiertas, cae en ciertos errores argumentativos y, en ocasiones, transmite un mensaje que no termina de articularse con suficiente claridad o sustento.
En primer lugar, resulta ambigua la referencia que usted hace al “parasitismo negativo”, concepto atribuido a Ortega y Gasset. Aunque el filósofo español efectivamente reflexionó sobre la crítica vacía y destructiva como un problema para el progreso colectivo, usted no desarrolla cómo este concepto se aplica concretamente a nuestra realidad política actual. Ortega, en su obra, señalaba que el “parasitismo negativo” no solo implicaba criticar por criticar, sino que describía una actitud pasiva y dependiente de quienes se limitan a destruir sin aportar alternativas constructivas. Para él, el desafío de una sociedad moderna no está en señalar sus defectos, sino en asumir un compromiso activo con la mejora y la dirección del proyecto colectivo. Contrariamente a esta claridad conceptual, su columna menciona el término de manera tangencial y sin establecer un puente sólido entre la teoría de Ortega y las dinámicas políticas actuales.
Asimismo, me parece necesario señalar la generalización apresurada que usted realiza al afirmar que “los uruguayos parecemos los campeones de las rivalidades”. Si bien es cierto que la política y el deporte en nuestro país están marcados por competencias y disputas, proyectar este comportamiento a toda la sociedad simplifica una realidad mucho más compleja. No todos los conflictos internos son simples rivalidades ni se deben únicamente a características culturales, sino que muchas veces responden a diferencias ideológicas legítimas o a problemas estructurales que no pueden ser reducidos a rasgos anecdóticos.
Otro aspecto que merece atención es la comparación que establece con la política en Estados Unidos, donde se menciona la frase “debemos ganar juntos” como un modelo a seguir. Si bien el mensaje de unidad es valioso, las dinámicas culturales, sociales y políticas de ambos países son radicalmente distintas, y usar este ejemplo sin un análisis más profundo puede caer en una falacia de falsa analogía. El bipartidismo estadounidense y su enfoque competitivo no se trasladan fácilmente al contexto de nuestro país, caracterizado por un sistema multipartidista.
Además, si bien es positivo que incluya a Ortega y Gasset como una referencia en su reflexión, su mención parece más destinada a otorgar autoridad al texto (falacia ad verecundiam) que a establecer un vínculo claro con las dinámicas políticas. La filosofía de Ortega no se limita a criticar las fallas del presente; también invita a construir una dirección común y a asumir responsabilidades históricas, lo que nos lleva al desafío de no solo identificar los problemas, sino también proponer estrategias concretas para enfrentarlos. En este sentido, su columna termina con un llamado a la unidad que, aunque inspirador, carece de propuestas prácticas que permitan materializar ese ideal.
Otro punto que me parece relevante es la contradicción implícita en su defensa de una oposición sólida mientras critica las críticas destructivas. Por un lado, usted aboga por evitar el “parasitismo negativo”, pero no define claramente dónde termina la crítica legítima y comienza la destructiva. En una democracia, el disenso es esencial, y deslegitimar las voces críticas puede ser tan peligroso como la falta de unidad que usted señala.
Finalmente, me parece importante abordar la idealización de la unidad política que atraviesa todo su texto. La unidad no siempre es posible ni necesariamente deseable. Las diferencias ideológicas son una parte intrínseca de cualquier democracia y, en ocasiones, las tensiones entre estas diferencias son necesarias para el progreso. Aristóteles mismo sostenía que la virtud política radica en encontrar un equilibrio entre los intereses individuales y el bien común, pero sin sacrificar la deliberación y la diversidad que enriquecen la vida pública.
Señor Bordaberry, comparto su preocupación por el deterioro de la convivencia política y su llamado a una base moral más sólida, pero creo que para que este mensaje resuene de manera más efectiva, es necesario acompañarlo de un análisis más riguroso y una mayor autocrítica. En su trayectoria política, usted mismo ha representado un sector que ha fomentado tensiones internas y externas, a menudo priorizando el protagonismo sobre la colaboración. Reconocer estas contradicciones no solo fortalecería su mensaje, sino que también lo posicionaría como un líder dispuesto a predicar con el ejemplo.
La política necesita, sin duda, un enfoque ético y colaborativo que trascienda los intereses personales. Pero este cambio no llegará solo con diagnósticos o llamados abstractos a la unidad. Requiere propuestas concretas, una reflexión honesta sobre nuestras fallas y una disposición real para construir puentes, incluso cuando esto implique ceder terreno o asumir responsabilidades difíciles. Espero que estas observaciones sean útiles para continuar esta conversación tan necesaria y contribuyan a un debate más profundo y constructivo sobre el futuro de la política de nuestro país.
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