Tras la extinción (llamada disolución, implosión, desaparición y otros términos) de la URSS, ese polo de la guerra fría que finalizaba dejó de ser considerado por el Occidente desarrollado como potencia y pese a conocerse su arsenal nuclear, no se la consideraba en serio. La Unión Europea (UE) y su alianza atlántica (OTAN) dominada por una nación extracontinental (EEUU) se dieron a la tarea de atraer a su frente militar países que habían compartido el Pacto de Varsovia (dirigido por la URSS) y estrechar el asedio a Rusia con su poder misilístico. Al propio tiempo, desoían y desdeñaban las afirmaciones de las autoridades herederas de la desaparecida potencia cuando constantemente ésta indicaba “no se expandan al Este porque perjudican mis intereses de seguridad”.
Occidente imperial, capitalista, confió originalmente en la rendición incondicional de Mijaíl Gorbachov y en el negligente alcohólico de Boris Yeltsin. El acceso de Vladímir Putin al Kremlin –un hombre de la inteligencia, desconocido para Occidente, hijo de la burocracia con sentido político pragmático, alejado de toda idea socialista o revolucionaria- llegó para revitalizar el poder heredado. De forma muy conocida por las democracias liberales, repartió algunos antiguos bienes y servicios entre amigos, impulsó la modernización del ejército y la aviación, apoyó el desarrollo de nuevas armas (defensa y cohetería) e hizo que otra vez el mundo se fijara en su país y lo reconociera como una autoridad a tener en cuenta.
De acuerdo con el Ministerio de Defensa, en una semana de invasión, los militares rusos destruyeron un total de mil 67 instalaciones de la infraestructura de Ucrania, entre ellas 27 puestos de control y comunicación, 38 complejos de la defensa antiaérea S-300, Buk M-1 y Osa, así como 56 radares. Además, fueron inutilizados 254 tanques y otros vehículos blindados de combate, 31 aviones en tierra, 46 sistemas de lanzamiento de cohetes múltiples, 103 armas de artillería de campaña y morteros y 164 unidades de técnica automovilística militar.
Sus propuestas a la OTAN (EEUU dominante más la UE obediente), aparentemente descabelladas, pasan por el principio enunciado de la salvaguarda de los intereses de seguridad de Moscú -a los que sumó a Ucrania-; Finlandia y Suecia fuera de la alianza atlántica, son extremos tenidos como puntos negociables en una fase de diálogo.
Hasta aquí, Putin hizo -a su manera- aquello que dijo que haría -con variaciones prácticas- en los últimos años. Como un maestro de ajedrez político, dispuso una maniobra de alto riesgo considerando que la OTAN no iba a intervenir directamente en la defensa ucrania y, a lo sumo, aportaría amenazas, sanciones y material bélico (12 mil 500 toneladas al 20/2 y algo más hasta ahora).
En palabras del catalán Rafael Poch de Feliú, “mientras en Rusia tras una época turbulenta se recuperó la ‘vertical de poder’ con su vector tradicional autocrático con considerable facilidad (eso es lo que representa Putin), en Ucrania el Estado ha sido mucho más débil. Eso ha hecho que la sociedad haya sido mucho más suelta, incontrolada e independiente hacia el poder que en Rusia, lo que ha tenido ciertas ventajas para la autonomía social y también serios inconvenientes para estabilizar un gobierno efectivo independiente de intereses externos”.
Según el venezolano Sergio Rodríguez Gelfenstein, mientras se decidió aplicar sanciones contra Rusia porque violentó la soberanía y la integridad territorial ucrania, nada se ha hecho a EEUU “por 8 invasiones militares y los más de 20 países castigados desde la desaparición de la URSS. Se trataba de instalar un sistema internacional unipolar basado en el uso de la fuerza que ha significado millones de víctimas en todo el planeta, marginando además al derecho internacional que ha pasado a ser una entelequia a la que apelan los países del sur para intentar salvaguardar su existencia”.
Volodymir Zelensky, que hasta hace poco creía estar respaldado por la OTAN (que reúne a tres potencias nucleares), hoy se siente más solo que el 1, con un país que -según las imágenes- está semidevastado por los descendientes de quienes destruyeron las fuerzas napoleónicas y resultaron triunfadores en su guerra contra el nazismo, y que -abandonado- sirve únicamente para aumentar castigos preexistentes por parte de Occidente contra el invasor.
Al abogado-actor Zelensky le quedan algunos caminos: uno, inmolarse en la defensa de Kiev; en caso de ser aceptado por Moscú, insistir ante Rusia en negociar. Los primeros exigen, para iniciar una etapa de diálogo que desemboque en una paz negociada, la rendición militar incondicional. Los ucranios se atreven a exigir que el diálogo aporte un pliego de garantías por parte del invasor.
En este tiempo en que mayoritariamente se condena con facilidad y epítetos sobresaltantes las acciones de Rusia, ésta consiguió -antes de la invasión- el apoyo chino en el acuerdo suscrito por Putin-Xi. En este caso, quiero dejar asentadas dos cosas: primero, que pese al tiempo que ha pasado, Pekín no ha dicho nada acerca de la presencia rusa y anexión de Crimea. En segundo lugar, se atribuye a Napoleón, hace más de dos siglos, afirmar: “China es un gigante dormido. Déjalo dormir, porque cuando despierte, moverá el mundo”.
Juan Pablo Duch indica en una nota desde Moscú que Zelensky reveló que el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y el mandatario de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, se sumaron a los esfuerzos de establecer comunicación directa entre Ucrania y Rusia. Erdogan reiteró la oferta que hizo en Kiev, el 3 de febrero anterior, de que ucranios y rusos negocien en su país un alto el fuego.
Por cierto, Duch advierte que “los medios de comunicación rusos tiene prohibido usar la palabra ‘guerra’ en su cobertura de lo que pasa en Ucrania, que el Kremlin dice que es sólo una ‘operación militar especial’ para ‘establecer la paz’.”
El autor consigna -una vez más- que tuvo por delante los invaluables despachos de Juan Pablo Duch, corresponsal de La Jornada.