Un santo por la calle Misiones
Desde niño lo atrajo la imaginería de las iglesias católicas. Quizá fuese porque él iba a una protestante, donde la “adoración de imágenes” estaba prohibida. Así las cosas, cada tanto, sintiéndose un transgresor, se asomaba a la puerta de la catedral de Mercedes o, a la vuelta de la escuela, a la iglesia María Auxiliadora y les echaba un vistazo a los santos de los altares que, representados a escala natural y pintados con gran vitalidad, tenían un aspecto casi humano. Con mayor frecuencia, se paraba frente a aquellas construcciones y observaba las vírgenes y ángeles que coronaban sus frontispicios. Entonces se imaginaba unas rocambolescas aventuras en las que esas estatuas cobraban vida y descendían a tierra para ayudarlo a “desfacer agravios, enderezar entuertos y proteger doncellas”.
Ya de grande, aún le da placer el detenerse ante algún lugar de culto católico y admirarlas desde abajo. Asimismo, aunque la voz interior de su racionalidad trata de desmentirlo, le gusta creer que, de vez en vez, aquellos habitantes del reino de los cielos intervienen en la vida de los comunes mortales.
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Andaba pagando facturas. Abandonó el local de la red de cobranzas absorto en los números de las cuentas que tanto le cuesta cuadrar. Cruzó la calle justo frente a la casa de remates. Cuando levantó la vista, de buenas a primeras, “se le apareció” el santo que, con el niño Jesús en brazos, parecía ir saliendo del negocio. Pese a que no era una escultura muy refinada, el hecho de que se le presentara por sorpresa, lejos de cualquier templo y pisando el mismo suelo que él, a punto estuvo de convencerlo de que alguna de sus divagaciones se había hecho realidad.
A pesar de que no fuera del todo así, para él, el encuentro tuvo algo de milagroso. No todos los días se topa uno con un santo caminando por la Ciudad Vieja.
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