Algunos conocedores del tema sostienen que, engendrados por unas antiguas semillas, surgieron de las oscuras profundidades y reptaron hacia lo alto en busca de la luz que cae del cielo. Otros afirman que su origen es distinto y tiene que ver con el espacio sideral. Sea cual sea la explicación verdadera, lo cierto es que hoy embellecen con su presencia las fachadas de no pocas casas montevideanas.
En su genética llevan los rastros combinados de los míticos seres antediluvianos mestizados con los del cocodrilo, la serpiente, el águila, el león… Así las cosas, hay quien los cataloga dentro del orden de los dragones. Empero, a diferencia de sus parientes medievales (los más conocidos por el gran público), en lugar de la cola terminada en un dardo, poseen un apéndice que ha evolucionado hacia una florida enredadera; otra característica exclusiva de estas criaturas del Río de la Plata es que no escupen crepitantes llamaradas por sus fauces sino que dejan escapar a través de ellas un perfumado efluvio primaveral.
Estos animales fabulosos transcurren toda su existencia en pareja. Fuertes y vigilantes, su vista agudísima se mantiene alerta para hallar entre los humanos que pululan a su alrededor a sus posible “víctimas”. Una vez que detectan una, agitan sus colas imperceptiblemente, abren sus bocas y le lanzan su fragancia. No se sabe bien qué efecto provoca este “ataque”. Sin embargo, circula la versión de que quienes lo han sufrido, desde ese día, sonríen con mayor frecuencia que antes.