El amargo sabor de la ingratitud

Durante siglos, tenía tanto trabajo que no daba abasto para atender las demandas de los adultos que requerían de mis servicios a fin de mantener a raya a los menores. Con el transcurso del tiempo, las sensibilidades cambian. Así, mi forma de hacer las cosas cayó paulatinamente en el descrédito. Amén de ello, con el auge de la tecnología y la cultura del audiovisual, me surgieron competidores. Aterrorizados por las más diversas criaturas fantasmagóricas que veían en pantallas de todo tipo, los niños dejaron de temerme o se olvidaron de mí o, peor aún, no llegaron a enterarse de mi existencia. Así, me transformé en una víctima más de la desocupación crónica. Me deprimí y me hundí en el ostracismo.

Sin embargo, en algún momento, se encendió una luz al final del túnel: muchas voces sostenían que los escolares se habían vuelto ingobernables. Entonces, se me ocurrió la idea de ofrecerles mis servicios a las autoridades de la educación. Vine hasta aquí y me planté en la puerta. Empero, hasta ahora, nadie me ha dado corte. Será que ya no confían en mí… Estoy desesperanzado. ¡Cuánta ingratitud! ¡Después de todo lo que he hecho por la infancia, merezco un respeto! ¡Yo soy el Cuco!