Por algo se empieza por Ignacio Martínez
Hace unos días la Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprobó una iniciativa que ya había recibido su beneplácito en el Senado. Allí se establecen nuevos controles, más estrictos y eficientes (si es que se llevan a la práctica, claro), en relación a la comercialización, posesión y uso de armas. A su vez otorga cifras importantes en millones de dólares para atender la salud mental de las personas relacionadas con este tema del uso de las armas, la seguridad en los centros educativos y las prevenciones que efectivamente hagan frente a la ya descontrolada realidad de tiroteos y muertes en escuelas, estacionamientos y centros comerciales.
La votación fue de 234 parlamentarios apoyando esta iniciativa, contra 193 que no la aprobaron. Salió, pero no por unanimidad, lo que demuestra la fragilidad del sistema parlamentario norteamericano y la fuerza de la industria armamentista, la cultura bélica que tiene gran parte de la ciudadanía norteamericana y las presiones de los grupos que defienden como un hecho de principios la Segunda Enmienda de la Constitución de aquel país, aprobada el 15 de diciembre de 1791, que protege el derecho del pueblo estadounidense a poseer y portar armas.
Uno puede entender que en tiempo de la guerra de Independencia de aquellas trece primera Colonias Británicas entre 1775 y 1781, luego convertidas en Estados independientes del Reino Británico, desembocara, diez años después, en la disposición conocida como la Segunda Enmienda. Pero a más de 230 años, mantener en todos sus términos la plena libertad de vender casi todo tipo de armas como quien vende caramelos, portarlas y ¡hasta usarlas! parece digno de tiempos de brutal estupidez.
Pero hay una explicación. Los diferentes gobiernos de cualquiera de los dos pelos, han cultivado la idea de que EEUU es un país en permanente amenaza, que hay que prepararse para la defensa del modelo occidental y cristiano o simplemente el modelo estadounidense, que el terrorismo los asedia y que ellos son los defensores de la más pura democracia y del sueño americano.
Así han construido una cultura de violencia y de culto a las armas. Fíjense, amigos lectores, que la misma Corte Suprema de los Estados Unidos ha dicho que “portar armas es un derecho individual que tienen todos los estadounidenses”. Es más. La Segunda Enmienda establece que ni el propio gobierno federal de Estados Unidos ni los gobiernos estatales y locales pueden infringir el derecho a portar armas.
Hoy, por suerte, algo es algo, procurando restringir ese torcido derecho. Pero no basta. Sería inteligente restringir al máximo la fabricación. Se debería prohibir el porte de armas.
Y algo más. Se debe avanzar significativamente en otros asuntos armamentísticos que no solo afectan a aquel país imperial, sino a todos nosotros. Hay que eliminar de la faz de la tierra las armas nucleares, las armas de extinción masiva, esa suerte de carrera suicida donde EEUU, Rusia, China, Alemania, Francia, Japón, Israel, entre otros, invierten en inútiles miles de millones cuando, en realidad, se deberían invertir en eliminar las causas de los conflictos sociales; léase, la explotación, la avaricia imperial, el hambre, la voraz gula de apropiarse del mundo en una escalada de enriquecimiento directamente proporcional al crecimiento de la pobreza y las tensiones.
Por algo se empieza. Habría que eliminar la Segunda Enmienda, pero no será fácil. En 2016, el 76% de los estadounidenses se oponía a la derogación de la Segunda Enmienda. Acá me viene a la mente esa máxima de nuestro movimiento sindical que dice “Los cambios son culturales o no son” y es en esa transformación cultural, en esa educación para la paz, en ese rechazo visceral a todo tipo de violencia, que podremos avanzar significativamente.
Acá, por casa, también.
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