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Gorros

Gorros
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Hay días en que al hombre le da por pensar que el mundo de su niñez dejó de existir hace mucho tiempo. Eso le crea un vacío en el alma. Pero, a fuerza de hallar en sus recuerdos cosas que fueron y ya no son ni serán, ha construido una suerte de museo de la memoria de aquel sitio desaparecido. Quizá porque lo lleva consigo y puede visitarlo casi cuando le dé la gana, también ha llegado a poder convivir con la dolorosa certeza de aquella pérdida.

Otra fuente de alivio proviene de que, cada tanto, a partir de un objeto, una palabra o una foto, entre varios hallazgos por el estilo, recupera un fragmento de aquello que parecía extinguido para siempre.

Igual que la arqueología académica, la suya tiene algunos “yacimientos” más productivos que otros. Uno de ellos se encuentra en Mercedes. En sus visitas a la casa de sus ancestros, en su ciudad natal, ha desenterrado del olvido no pocas de las piezas más valiosas de su colección de reliquias personales.

El último de estos faustos acontecimientos tuvo lugar el pasado diciembre, cuando, con motivo de las fiestas tradicionales, anduvo por allá.

Estaban apurados, casi a punto de salir. Entonces, alguien cayó en la cuenta: “¡El Gabo no tiene gorro!” Con todas las justas admoniciones sobre los peligros de los rayos UV que trajo la temporada estival, el detalle no era menor. Había que solucionarlo. Pero el bendito sombrero no aparecía por ningún lado. Entonces una tía vieja dijo: “Tome m’hijo, yo le hice uno”. Y le calzó al pequeño sobre la testa una especie de boina hecha con un pañuelo de mano. Santo remedio. Arrancaron para la Isla del Puerto.

Poco después, mientras disfrutaba de contemplar a su sobrino, con la cabecita a buen resguardo, jugando en la arena de la playa, al hombre le parecía ver a su hermano o a él mismo cuando, cincuenta años atrás, su mamá los llevaba a aquel lugar, se sentaba bajo un frondoso sauce y se ponía a corregir los escritos de sus alumnos del Instituto José María Campos, no sin antes encasquetarles sendos sombreros improvisados con pañuelos y dejarlos corretear en libertad por la ribera del río Negro.

Aunque en aquel tiempo pretérito le daban un poco de vergüenza los gorros que le fabricaba su madre, la distancia temporal le permitió apreciarlos con ojos diferentes. En primer lugar, le llamó la atención lo sencillo del diseño. Un cuadrado de tela al que se le hace un nudo en cada una de sus esquinas. Por este procedimiento, que nada tiene de mágico, se consigue transformar de manera radical el objeto que se tenía inicialmente. Tanto en su forma como en su utilidad. De servir para enjugarse diversos fluidos corporales a ofrecer protección contra los rayos del astro rey, en un santiamén.

Luego, intentó encontrar una explicación al porqué en la actualidad casi nadie –excepto algún veterano que no le teme al ridículo o un inocente como su sobrinito– usa este tipo de prenda. “¡Está claro!”, se dijo, “por un lado, con la globalización y la invasión de productos chinos, hoy en día comprás el gorro que quieras por tres mangos; y, por otro, los pañuelos de bolsillo, desplazados por los descartables de papel, se han transformado en objetos tan raros como anacrónicos”.

Al fin, con el sabor agridulce que suelen dejarle en la boca sus incursiones en busca del tiempo perdido, concluyó: “¡Estarán todo lo pasados de moda que se quiera, pero qué lindos son!”.

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