La corrupción es uno de los desafíos más persistentes y perniciosos que enfrentan las sociedades a lo largo de la historia. Aristóteles, filósofo griego del siglo IV a.C., abordó estos problemas en sus obras “Ética a Nicómaco” y “Política”, obras que ofrecen una visión integral sobre la vida buena y la organización de la comunidad política. Para Aristóteles, la ética y la política están intrínsecamente conectadas; la vida buena (eudaimonía) solo puede alcanzarse dentro de una comunidad política que fomente la virtud y la justicia. Desde esta perspectiva, la corrupción representa una desviación del propósito fundamental de la política: el cultivo de la virtud y la promoción del bien común.
Aristóteles considera la corrupción como una amenaza existencial para la polis, capaz de destruir tanto el orden político como el bienestar moral y espiritual de sus ciudadanos, socavando las bases de una comunidad justa, corrompiendo tanto las instituciones como el carácter de los individuos. Esta visión amplia de la corrupción trasciende su dimensión económica o legal y nos invita a reflexionar sobre sus efectos profundos en el alma humana y en la cohesión social. Esta concepción se sitúa dentro de un marco filosófico que abarca sus teorías sobre ética, justicia y poder político. En “Política”, clasifica las formas de gobierno en “correctas” e “incorrectas” según si buscan el bien común o el interés privado. Las formas de gobierno adecuadas son la monarquía (gobierno de una sola persona orientado al bien común), la aristocracia (gobierno de unos pocos virtuosos) y la politeia (gobierno de muchos que mezcla elementos de democracia y oligarquía). En cambio, las formas corruptas son la tiranía (monarquía degenerada), la oligarquía (corrupción de la aristocracia) y la demagogia o democracia extrema (degeneración de la politeia).
La corrupción surge cuando los gobernantes se apartan del principio del bien común y emplean el poder en beneficio propio o de un grupo selecto. Este desvío es tanto ético como político, manifestando una carencia de virtud y un incumplimiento de las responsabilidades cívicas. Según Aristóteles, la corrupción tiene su origen en la falta de educación moral y en la estructura del régimen político, que puede favorecer o frenar las tendencias corruptas. Desde un punto de vista ético, la corrupción es una forma de injusticia. En este sentido, define la justicia como una virtud vinculada a la igualdad y la proporcionalidad, y la corrupción viola estos principios fundamentales. En un sistema corrupto, los beneficios y recursos no se distribuyen de manera justa en función del mérito o la necesidad, sino que se concentran en manos de quienes tienen el poder, a menudo mediante métodos ilícitos o inmorales.
Aristóteles ve la corrupción como una señal de decadencia moral. En “Ética a Nicómaco”, señala que tanto la virtud como el vicio se desarrollan a través de hábitos y decisiones. Un régimen corrupto no solo actúa de manera injusta, sino que también degrada el carácter de los ciudadanos al fomentar un ambiente donde el vicio se recompensa y la virtud se ignora. Esto provoca un efecto en cadena que corrompe no solo a los líderes, sino a toda la comunidad, estableciendo comportamientos inaceptables como norma. También resalta la envidia y la avaricia como impulsos de la corrupción. En una sociedad corrupta, marcada por profundas desigualdades y abuso de poder, la envidia se intensifica tanto entre los ciudadanos como entre los gobernantes. Esto alimenta el conflicto y la desunión, debilitando la cohesión social y aumentando el riesgo de violencia y desestabilización política.
También reconoce que la corrupción es un problema persistente en la política humana, que no puede ser completamente erradicado, pero sí gestionado con vigilancia y corrección constantes. Propone medidas preventivas como la educación en virtud y la implementación de leyes justas, así como medidas correctivas que incluyan la rendición de cuentas y la alternancia en el poder, para reducir los efectos de la corrupción y restaurar la integridad en la comunidad política. Identifica además, varios peligros que la corrupción plantea para la democracia. Primero, debilita la confianza en las instituciones, ya que la percepción de líderes corruptos genera apatía y desafección ciudadana. Segundo, fomenta la desigualdad, concentrando riqueza y poder en manos de unos pocos, lo que corrompe la igualdad esencial de la comunidad política y provoca discordia y conflicto. Además, la corrupción reduce la participación ciudadana, ya que los ciudadanos sienten que no pueden influir en un sistema viciado, lo que agrava un ciclo de corrupción y desinterés. Aristóteles también advierte que la corrupción puede transformar la democracia en demagogia, donde líderes populistas manipulan a las masas, aumentando divisiones y destruyendo la cohesión social.
Para Aristóteles, la prevención y corrección de la corrupción se basan en la ética, la educación y el diseño institucional. Promover la virtud en ciudadanos y líderes es esencial, mediante la educación cívica que inculque justicia y respeto por el bien común. Los líderes deben ser ejemplos de prudencia y justicia. En términos institucionales, aboga por un equilibrio de poder que evite su concentración en pocos, proponiendo un sistema mixto de elementos democráticos y aristocráticos (politeia) para contrarrestar la corrupción. Las leyes deben ser justas y orientadas al bien común, con mecanismos de rendición de cuentas y transparencia para supervisar y sancionar la corrupción. La visión de Aristóteles al enfocarse en la virtud, la justicia y el bien común, ofrece un marco para enfrentar la corrupción que sigue siendo relevante hoy. Reconocer la corrupción como una desviación del propósito ético de la política y trabajar en cultivar una cultura de integridad es fundamental para lograr sociedades más justas y democráticas.
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