El ataque terrorista de Hamás a población civil del sur de Israel el 7 de octubre representó una nueva provocación, particularmente sanguinaria, de esta organización yihadista, incluyendo el cálculo de que Israel desencadenaría una represalia mortífera en Gaza.
Dio margen en lo inmediato a la derecha y la ultraderecha israelí, que imprime su orientación al gobierno de Benjamín Netanyahu. Éste encontró la vía para desplazar la agenda interna desde su comprometida situación política personal hacia el tema seguridad, asolando Gaza con una masacre a la población civil, que es usada habitualmente como escudo humano por los grupos palestinos que practican el terrorismo y son ideológicamente ultraderechistas.
Netanyahu necesita a la ultraderecha israelí porque le otorga la mayoría parlamentaria que le permite ser primer ministro, y esto lo salva transitoriamente de ir la cárcel por casos de corrupción investigados por la Policía y probados por la Fiscalía de Israel.
El ataque le dio algo de oxígeno político al cerrar la brecha que el pueblo había abierto, ante el gobierno más extremista que tuvo el país, en casi un año de movilización permanente contra el intento de liquidar un componente democrático-liberal clave del régimen.
Ese intento es operado con una “reforma judicial” que según una parte del enorme arco opositor, apunta a instaurar una variante de dictadura subordinando el Poder Judicial al Ejecutivo. El pueblo israelí desarrollaba la mayor movilización de masas registrada desde 2011 y una de las mayores de su historia nacional, logrando inclusive contener esa reforma y hacer retroceder a Netanyahu.
Hamás congeló ese proceso porque una gran porción de Israel interpreta el asalto en clave de supervivencia nacional y reclama al gobierno una contraofensiva implacable, al menos hasta que obtenga la devolución de los rehenes y un repliegue de Hamás.
Entre bueyes no hay cornadas
En Gaza rige una dictadura islamista integrista, y en Israel la alianza entre un sector de la derecha liberal y los nuevos partidos fascistas brega por instaurar un régimen que suprima derechos civiles y sociales fundamentales y anexe parte de Cisjordania, que está ocupada desde junio de 1967. Gaza no lo está desde 2005.
Detrás de Israel están EEUU y la UE, detrás de Hamás y Yihad están Catar, Turquía y la nomenclatura de la teocracia iraní, todos actores que tienen sus propios intereses estratégicos en la región.
Como tantas veces, direcciones políticas árabes e islamistas optan por beneficiar en los hechos a los sectores reaccionarios de Israel. Sacrifican a su población porque les resulta propagandísticamente redituable amplificar entre su pueblo y en el exterior la premisa falsa de que en Israel solo se quiere la guerra y no hay con quien dialogar. Esto actúa como espejo de la narrativa falsa acerca de los palestinos que despliega la propaganda de la derecha israelí.
Hamás tiene -junto con Yihad- un extenso historial en sacarles las castañas del fuego al Likud y Netanyahu desde el primer gobierno de éste en 1996. Sus provocaciones volaron en pedazos a centenas de civiles israelíes, e hirieron de muerte, junto al terrorismo judío que asesinó a Isaac Rabin entre otros crímenes, el proceso de paz. Para estas corrientes la convivencia en dos Estados es anatema.
Y ejemplos sobran de cómo las provocaciones de la derecha, con Ariel Sharon y con Netanyahu, fortalecieron a los movimientos palestinos más retardatarios echando a miles en sus brazos.
Esa dinámica debilitó a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y especialmente a Al Fatah por un lado, y al Laborismo y a Meretz en Israel por otro. Es decir, las corrientes que desde 1991 y hasta 2000 intentaron concluir el conflicto y concretar lo que la ONU votó en 1947 pero los países árabes rechazaron: dos Estados.
La derecha y los islamistas liquidaron el proceso de paz que había gestado a los Acuerdos de Oslo y a la ANP, cuya legitimidad fue cayendo ante parte de su pueblo. Similar fue lo de Israel, donde la izquierda, antes hegemónica durante un siglo, hoy es testimonial.
Viejo problema: la dirección
En el presente, el criminal asalto de Hamás redobló la barbarie de los pogromos y vejámenes que perpetran en Cisjordania colonos judíos contra palestinos y sus casas, campos, aldeas, y la cotidiana humillación de ocupación militar, demoliciones, expropiaciones.
Así esas corrientes en ambos pueblos retroalimentan chovinismo, racismo, odio, mediante un terrorismo vil que impone en vastos sectores de las dos sociedades la mentira de que la convivencia no es posible y la única solución es un solo Estado: el Gran Israel para la derecha judía ultranacionalista y mesiánica, un Califato Islámico para los partidos palestinos retrógrados y mesiánicos.
En el capítulo terrestre de su asalto letal Hamás expresó lo más reaccionario de su ideología no solo perpetrando aberraciones. También con la elección de sus objetivos, porque las ciudades cercanas atacadas integran el cordón periférico pobre de Israel, urbes subdesarrolladas, habitadas por población proletaria de origen judeo-árabe, y con fuerte inmigración latinoamericana.
Hamás mató no solo judíos sino también beduinos, o sea árabes. Y los kibutzim atacados, donde cometió las peores atrocidades, son bastiones pacifistas partidarios de la convivencia binacional, creados e integrados por militantes del sionismo socialista que pregonó desde fines del siglo 19 la integración con los árabes.
A estas concentraciones de clase trabajadora y de ideología socialista apuntaron los ataques terrestres de Hamás. Quizá no asombre la ausencia de empatía de una parte de la izquierda hacia ese sufrimiento humano por ser israelíes (¿por ser judíos?). Lo que sí asombra es la empatía de una parte de la izquierda con una organización ultraderechista y anticomunista.
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