Cuando era niño, en el techo de su casa existía una claraboya. Había sido pensada con otra finalidad, pero él la usaba como una red para pescar en el cielo.
De día, en ciertas oportunidades, solía capturar en ella un cardumen de nubes de paso o algún cumulonimbo enorme y gris cual una ballena; en otras, al sol, ese pez globo dorado y redondo que lo deslumbraba con su brillo; y, a ocasiones, unos peces voladores emplumados que rompían con su trazo de diversos colores la perfecta monocromía del azul.
De noche, si el firmamento estaba despejado, se alegraba al ver entrar en su trampa las miríadas de estrellas-noctilucas que se deslizaban rutilantes por las negras aguas del espacio; o aguardaba con paciencia a que la luna, irradiando su elegancia argéntea y pálida, atravesara el entramado de metal y vidrio de un extremo al otro; y en algunas ocasiones afortunadas, caía entre sus mallas una estrella fugaz, pececito de cola de fuego al que había que pedirle tres deseos antes de que se perdiera para siempre en la oscuridad de las profundidades.
(Ubicación: 25 de Mayo 279)

