Los recientes sucesos públicos en torno a filtraciones de conversaciones entre funcionarios públicos y las posteriores declaraciones de diferentes actores políticos en torno a la privacidad de las mismas y las recomendaciones públicas de destruir los dispositivos celulares que las contienen, merecen una sosegada reflexión jurídica.
¿Privacidad de lo público?
Un elemento a tener en cuenta es la distinción entre conversaciones privadas de funcionarios públicos durante el ejercicio de su función sobre asuntos que están en la esfera de su intimidad personal y conversaciones privadas sobre asuntos de interés público, porque ni forman parte de su esfera de intimidad personal de los protagonistas ni están protegidas por un secreto normativamente impuesto. Se trata, por tanto, de conversaciones referentes a los problemas de la polis realizadas por funcionaros públicos en ejercicio de dicha función, de modo que lo que en ellas se dice nos atañe a todos como ciudadanos de esa polis.
En ese sentido, un esclarecedor fallo del Tribunal de lo Contencioso Administrativo fijó en su momento un estándar para valorar la exclusión como prueba en un procedimiento de conversaciones privadas llevadas adelante por funcionarios públicos, considerando básicamente que dicha calidad y el hecho de que sus diálogos se dieran en ejercicio de su función en asuntos de incuestionable naturaleza pública, los excluye de la esfera de intimidad personal. Por tanto, y de no existir una imposición normativa de secreto asociada a la defensa nacional, la tutela penal del secreto y/o la inteligencia estratégica, nada obsta a que sean valorados como evidencias relevantes en el marco de procesos jurisdiccionales, ya se trate de procedimientos contencioso administrativos o investigaciones de delitos contra la administración pública. Se trata, en puridad, de contenidos que de ninguna manera están protegidos por reglas de exclusión probatoria.
Spoiler alert. En el reciente libro del periodista Lucas Silva, se revela que la ex Fiscal Gabriela Fossati excluyó deliberadamente de la investigación que desarrollaba las conversaciones entre Lacalle Pou y Astesiano. Se trató de una decisión investigativa de la ex Fiscal a cargo del caso, pero, como hemos dicho, no había una regla que le impusiera su exclusión probatoria. De hecho, si existiera tal exclusión, carecería de sentido promover, como lo hizo la propia ex Fiscal y otras figuras públicas, la destrucción de los dispositivos celulares que contienen tales conversaciones.
¿Apología de la destrucción de evidencias?
En ese marco es que la destrucción promovida públicamente de dispositivos celulares es factible de inscribirse, en supuestos en que exista una investigación en curso, como una acción deliberada tendiente a la desaparición evidencias probatorias. Lo anterior no es inocuo, se trata de actos factibles de encuadrarse en delitos contra la administración de justicia –concretamente el delito de encubrimiento del art. 197 CPU–, sin perjuicio de poder encartar como un supuesto de entorpecimiento de una investigación en los términos del art. 225 del CPP por destrucción de evidencia, con la eventual consecuencia de configurar un riesgo procesal determinante para la imposición de una prisión preventiva. Lo anterior determina consecuentemente que el llamamiento público realizado podría configurar un supuesto de apología hechos calificados como delito en los términos del art. 148 CPU.
Es por ello que la incitación pública de actores relevantes del escenario político a la destrucción de eventuales evidencias probatorias en el curso de una investigación puede traer severas consecuencias para quienes lo hagan. El consejo además de éticamente reprobable es jurídicamente grotesco.
La confianza pública y la denigración institucional
Quis custodiet custodes? El arte de hacer desaparecer pruebas es institucionalmente degradante y sus efectos corrosivos son peores y más dañinos que las pantagruélicas gestiones de Astesiano. Incluso, cuando se trata del pretenciosamente diplomático consejo de extraviar el celular. Nunca debe olvidarse que mientras la confianza pública en las instituciones de la República es el principio de la salud de un pueblo, la desconfianza pública en las mismas es el principio de su enfermedad terminal. Por ello, toda instigación pública a la realización de actos delictivos, todo incentivo al ocultamiento y la falta de transparencia sobre asuntos de interés público, así como toda apología –abierta o soterrada– de la obstrucción de las tareas investigativas desarrolladas por nuestro sistema de justicia, suponen una verdadera agresión al integro y eficaz funcionamiento de nuestras instituciones.
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