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Lo que el periodismo olvidó por Nicolás Martínez

Lo que el periodismo olvidó  por Nicolás Martínez
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Las elecciones son, por definición, un ejercicio colectivo de reflexión y decisión, una de las instancias más esenciales para cualquier democracia. Sin embargo, en el marco de las recientes elecciones en nuestro país, una parte del periodismo parece haber optado por un camino que, lejos de enriquecer el debate público, lo empobrece. Calificar a este proceso como “aburrido” o sostener que “no hubo grandes ideas” además de ser un error, es también un atajo cómodo para eludir una tarea fundamental: investigar, analizar y brindar a la ciudadanía información sustancial.

Los programas de gobierno presentados por los principales partidos políticos en estas elecciones hablan por sí mismos de la profundidad y variedad de propuestas que existieron en la contienda electoral. El Frente Amplio presentó un programa de 107 páginas; el Partido Colorado, uno de 264 páginas, y el Partido Nacional, otro de 176 páginas. Cada uno de estos documentos está lleno de propuestas que abordan temas complejos como salud, educación, economía, medio ambiente y justicia, entre otros. Sin embargo, ¿qué espacio ocuparon estas plataformas en la cobertura mediática? Poco o ninguno.

En cambio, el foco de atención se centró en cuestiones triviales: si un candidato llamó «bombón» a una compañera, si otro tenía novia oficial o si algún tercero hizo un comentario fuera de tono en un mitin. Este nivel de superficialidad no es casual; responde a una lógica mediática que prioriza lo anecdótico sobre lo estructural, lo polémico sobre lo importante y lo efímero sobre lo trascendente. Esta elección editorial no solo banaliza el acto democrático, sino que también traiciona el rol esencial del periodismo: ser un puente entre la política y la ciudadanía, capaz de ofrecer claridad en un contexto saturado de ruido y desinformación.

Tildar las elecciones de “aburridas” es, además, una falta de respeto a la ciudadanía que participó masivamente en el proceso. El voto es el reflejo de una sociedad que, aunque insatisfecha o desencantada en ciertos aspectos, aún cree en el poder del sistema democrático. Pero para que ese poder se ejerza plenamente, el periodismo debe estar a la altura de su responsabilidad.

El “aburrimiento” al que algunos periodistas aluden es más un reflejo de su incapacidad para profundizar en los temas y transformar las propuestas en historias comprensibles y atractivas para el público. Si las campañas no ofrecieron “grandes ideas” es, quizá, porque esas ideas nunca fueron exploradas en los análisis mediáticos. ¿Cuántos artículos detallaron los puntos centrales de los programas de gobierno? ¿Cuántos reportajes se dedicaron a comparar propuestas concretas sobre educación, salud o economía? La respuesta es evidente: muy pocos.

El periodismo es, en cualquier democracia, una de las columnas vertebrales del sistema. Su labor no se limita a la mera transmisión de información, sino que incluye funciones esenciales como la fiscalización del poder, la interpretación de hechos complejos y la educación de la ciudadanía. Sin un periodismo comprometido con estos objetivos, la democracia pierde calidad, el debate público se empobrece y la conexión entre gobernantes y gobernados se debilita. En el caso de Uruguay, una nación con una tradición democrática robusta y consolidada, el periodismo juega un rol crucial. Aquí, donde las libertades individuales y colectivas son ampliamente respetadas, los medios de comunicación tienen un terreno fértil para ejercer su labor sin las limitaciones que enfrentan en otros contextos. Sin embargo, la abundancia de libertad viene acompañada de una responsabilidad proporcional: la de actuar como un vehículo que lleve a los ciudadanos más allá de lo superficial, que los conecte con las ideas, las propuestas y los debates que definen el rumbo del país.

Cuando los medios priorizan lo anecdótico, como la vestimenta de un candidato o su vida sentimental, por sobre el análisis de sus propuestas, se produce un doble daño. Por un lado, se deja de cumplir la función de educar e informar de manera útil y relevante. Por otro, se deslegitima el proceso electoral al convertirlo en un espectáculo vacío. Esta dinámica banaliza el acto democrático y también envía un mensaje peligroso: que la política es poco más que un circo mediático, un juego de apariencias sin sustancia. Por otro lado, presentar las elecciones como un espectáculo trivial refuerza la percepción de que el rol del ciudadano se limita al día del voto, dejando de lado su capacidad y necesidad de involucrarse de manera activa y crítica en los asuntos públicos. Esto no solo es una pérdida para el individuo, sino también para el sistema en su conjunto, que depende de una sociedad civil informada y participativa para funcionar plenamente.

El periodismo, entonces, tiene un poder inmenso, pero también una responsabilidad monumental: debe ser un aliado del debate serio y la reflexión profunda, no un cómplice de la banalidad y el espectáculo. Cuando los medios eligen el camino fácil del sensacionalismo, no solo traicionan a su audiencia, sino que también debilitan la democracia que tienen el deber de proteger. Por eso, es imperativo que nuestro periodismo recupere su compromiso con la profundidad, la investigación y el análisis, recordando siempre que en sus manos está no solo la calidad del debate público, sino también el fortalecimiento de la democracia misma.

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