Los fantasmas del Jockey Club

Alguna madrugada, a esa hora en que la Avenida, al fin, duerme por un instante, aparecían. Entre ellos no faltaban los patricios, los industriales, los banqueros, los abogados, los estancieros, los políticos. Vestidos con sus trajes de casimir inglés, altaneros, venían a pasar una más de aquellas veladas en las que, luego de un opípara cena, se trasladaban a un salón adornado con bajorrelieves y una carpintería exquisita, donde, repantigados en unos sillones del cuero más fino, entre habanos y whisky, hablaban de los burros, su pasión; o hacían negocios y decidían el destino del país; o se dirigían a uno de los pisos superiores en el que se timbeaban fortunas.
Pero una vez, no hace mucho, al acercarse, se encontraron con que la afiligranada puerta de metal que les solía abrir un obsequioso portero uniformado estaba bloqueada por una figura de aire zumbón, salida de no sabían dónde. Nada más verlos, aquel ser irreverente, sin darles oportunidad de reaccionar, les espetó entre carcajadas que ya no eran más que espectros. Llenos de un indignado desconcierto ante tamaña desfachatez, fueron presas del pánico. La befa, que tenía algo de revelación, como un conjuro, los espantó tanto que se desvanecieron en el aire. Y, desde entonces, no han vuelto.
(Ubicación: 18 de Julio 857)